Hanif Abdurraqib es uno de mis poetas favoritos, pero lo primero que leí suyo fue este ensayo en el Paris Review, y llevo queriendo traducirlo unos años. Me salió de una y no quiero editarlo, no por vanidad ni arrogancia, sino porque salió de mis propios turnos de noche. Aquí está con algo de maquetación, seguramente lo edite más adelante, cuando la luz rosada de otro amanecer me parezca menos herida y más cicatriz.

Sobre la noche

Hanif Abdurraqib

Cuando más noto el silencio es cuando pienso en todo lo que puede romperlo. En las peores circunstancias, una habitación de hospital puede convertirse en una sinfonía de ruidos, cada cual más hábil para provocar las mayores ansiedades de una persona. Puede sonar un pitido incesante pero irregular, o las diferentes notas de una serie de máquinas trabajando para mantener con vida a una persona. Es un privilegio, que te digan que alguien a quien quieres sobrevivirá. El mensaje lo da un médico exhausto cualquiera, entusiasmado por ser el portador de buenas noticias tras los tests, o la cirugía, o lo que sea. También he estado en el otro lado de la ecuación: sabiendo que voy a presenciar cómo una persona a la que quiero se desvanecerá poco a poco hasta que no quede nada, y con la certeza de que no hay nada que hacer.

Hay algo particularmente difícil de los momentos intermedios, los que ocurren cuando la buena noticia de la continuada supervivencia de la persona querida ya está anunciada, pero deben permanecer en esa habitación del hospital unos días más antes de que puedan volver a casa. A una distancia suficiente, debajo de una marejada de monocromáticas mantas hospitalarias, puede ser difícil darse cuenta si alguien sigue respirando. Especialmente si ya has imaginado un mundo sin ese alguien. Si has pasado suficiente tiempo imaginando que están muertos, puede ser difícil visualizarlos como simplemente durmiendo. No me gusta escuchar los pitidos y los hipos sónicos de la maquinaria clínica, pero es mucho peor no oír nada.

No había pasado jamás una noche en el hospital con alguien hasta mis veinte años, con una persona que me importaba mucho y que estuvo peligrosamente mal, y de repente bien, pero no tan bien como para que pudiera dejar la mal-empapelada habitación del hospital. Cuando la hospitalizaron, los padres de mi amiga no pudieron volver a tiempo de un viaje largo que estaban haciendo. El hospital, en un gesto de comprensión, nos dejó a mí y a otros dos amigos hacer de familiares. Nos rotamos, vigilando preocupados la habitación y su cacofonía de melodías inquietantes. Mis otros dos colegas tenían trabajos serios, estables, de gente adulta, pero yo era un vago, currando a tiempo parcial en una cadena de librerías. Contando con esto, era el único que se quedaba durante la noche.

 

 

 

En la canción Night Shift, Lucy Dacus canta “I’m doing fine / trying to derail my one-track mind” (“Estoy bien / tratando de cortar mi hilo de pensamiento”) y se coloca exactamente en el punto justo de la canción: al principio de la primera estrofa, antes de que los instrumentos se acerquen al festín. Lo canta pausado, para que el que escucha pueda sentir el peso de cada palabra. Un verso así, cantado así, quizás viajó hacía mí durante una vida entera. Cuando alguien a quien quieres está vivo, pero aún no está en casa, puede ser imposible pensar en otra cosa que no sea la muerte. En la habitación de hospital, me dieron un sofá para dormir, pero soy más largo que el sofá, así que me quedaba mirando las parras y las flores derramándose unas en otras a lo largo del papel despegado. No dormía mucho, dando vueltas alrededor de la habitación cada hora sin apartar la mirada de las mantas echadas encima del cuerpo durmiente, esperando en la oscuridad cada suave elevación.

Hay muchos turnos de noche diferentes, y admitiré que algunos me han seducido con el romanticismo de moverme por el mundo mientras todos los demás duermen, y dormir mientras el resto consume todo lo que el mundo tiene por ofrecer. Supongo que así es como me dejé embaucar por un curro de recepción en un hotel a las afueras de un suburbio de Columbus allá por el 2007. Necesitabas cero experiencia, bastaba con estar dispuesto a estar incorporado y más o menos despierto, y pensé que podía aparentar al menos una de las dos. Estaba saliendo a rastras de una ruptura sobre la que no sabía cómo escribir o hablar. En ese momento, imaginé que a la luz del día no se podía cavar un cementerio para el recuerdo. No podía hacer lo que necesitaba hacer entre los diurnos, forzándome a hacer recados o bajando persianas para evitar el sol. No, me recompondría en la medianoche.

Alrededor de la segunda estrofa de su canción, cuando los instrumentos están acechando ya su anhelado caos, Lucy Dacus canta: “Now bite your tongue / it’s too dangerous to fall so young,” (“Ahora muérdete la lengua / es demasiado peligroso caer tan joven”) y pienso en la obra maestra de superar una relación y las diferentes maneras en las que lo he hecho. La vez que decidí correr una maratón dos meses después de una ruptura. O cómo sigo desechando mi colección de discos con cada nueva ruptura y empiezo a reconstruirla en los meses posteriores. Éstas son, con sus más y sus menos (y casi siempre, son menos), mis maneras de tratar conmigo mismo la añoranza y la pérdida. Dacus es una cantautora genial, claro. Pero aún mejor es su capacidad para transformar un diálogo interno en una conversación con un viejo amigo, que es de lo que siempre se trata cuando intentas superar una ruptura, al menos para mí. Hablar conmigo mismo en círculos como si el mundo entero estuviese atento para confirmar mis peores y más descabelladas ideas.

Durante mi turno de noche en el hotel, veía programas de entrevistas de madrugada en una tele anegada en interferencias. Cuando empecé a memorizar los anuncios de la teletienda de las 3 de la mañana, alrededor de mi cuarto día en el trabajo, traje un pequeño reproductor de DVD y unos DVDs de casa. Me ponía Luna nueva casi todas las noches, escogida de un set de Cary Grant que había estado acumulando polvo en una estantería. Pensé que si tenía esa peli puesta, y pasara un huésped, asumiría que era algo que ya estaban poniendo en la tele. Pero apenas pasaban huéspedes. Un par acababa ahí cada dos noches, borrachos y excitados o sobrios y cansados. En general, solo estaba yo, tratando de averiguar maneras de archivar no solo mi desengaño, sino también la avalancha de recuerdos que lo alimentaba. Desde donde estaba situado el hotel, alguien podría salir a caminar en la noche y no ver mucho más que oscuridad durante kilómetros. Era insólita esa sensación de amplitud del cielo en una ciudad, pero existía en nuestro pequeño rincón. En el viaje en coche de regreso a casa, ese mismo cielo era una colcha de nuevos colores, desplegándose para hacerle sitio a un nuevo amanecer. A veces, todo lo que hace falta para superar algo o a alguien es despertar. Te despiertas un día, y estás bien. Es todo cuestión de qué y cómo cambia la noche. En mi último turno en el hotel, cometí el error de sentarme a las tres y media de la mañana. Me quedé dormido en mi silla detrás del escritorio y me sacudió despierto el eco de un hombre tocando el timbre del mostrador dos horas más tarde. Estaba, tal vez, no del todo sobrio. No quería nada en particular, me dijo casi a gritos. Es solo que estaba saliendo el sol, dijo. Y parecía que iba a ser un buen amanecer. No quería que me lo perdiera.

Dejé ese curro al día siguiente, tras tan solo tres semanas. Lo dejé porque ya no estaba triste, aunque no hay una buena manera de decir eso en voz alta si quieres una buena referencia de un exjefe.

En las etapas incipientes de mi relación actual, mi pareja y yo estábamos a tres zonas horarias de diferencia, conmigo en la parte más tardía. Estar en una relación a distancia me hizo trabajar las partes de mí mismo que se habían vuelto egoístas sin que me diera cuenta. Si su día por fin empezaba a tranquilizarse a las 8:30 de la noche, hacíamos planes para hablar a esa hora, a pesar de que para mí serían las 11:30, y que de otra manera estaría metiéndome ya en la cama. Elegía, ávidamente, la excitación de quedarme despierto en la cama al teléfono o con una videollamada pixelosa de Skype delante, desmadejando todos los hilos potenciales de este nuevo romance.

Estar al teléfono hasta tarde sigue teniendo algo de ilícito para mí. Lucy Dacus pregunta, “Am I a masochist?” (“¿Soy masoquista?”) y aunque el instinto de preguntarme no viene del mismo sitio, me hallé en las garras de esta misma pregunta. Esforzarse por mantenerse despierto cuando estás al teléfono con alguien es romántico, aunque las mañanas no lo sean tanto. Pero todo vale la pena, cuando entiendes que la voz es lo único que te puede traer más cerca a alguien que quisieras tener al alcance de tus brazos.

Aprendí a valorar la forma en la que una voz puede interrumpir la añoranza. Cómo construye un puente que puedas sentir como real entre dónde estás y dónde quieres estar. Cómo su timbre familiar puede curar y reconfortar hasta en las peores circunstancias. Del silencio de un hospital, lo que siempre me ha atormentado fueron los momentos en los que una persona a la que quieres no puede hablar. Si no están despiertos o moviéndose o enchufados a máquinas. Hasta cuando un médico promete que están fuera de peligro. Solo quiero escuchar la voz de alguien a quien quiero, diciéndome que todo va a salir bien.

A los niños se les hace creer que durante la noche, ocurren milagros. Un diente, libre de la boca de alguien, se convierte en monedas. Debajo de un árbol, aparecen regalos. Todo esto ocurre mientras los ojos están cerrados, lo que significa que para los curiosos, mantenerse despiertos para espiar el milagro se convierte en una responsabilidad.

No crecí con esas mitologías en particular. Ni Ratoncito Pérez, ni Papá Noel, ni conejitos de Pascua. Si se me caía un diente, mi recompensa era la oportunidad de que me creciera otro en su lugar. Pero sigo amando a la noche por las oportunidades que puede ofrecer en cuanto a observar. Lo mundano parece espectacular cuando lo ilumina la luna. Corazones rotos y remendados, callejones en los que los dados relucen como pequeños huesos expuestos, el bar que cierra y el aparcamiento que no, y, sobre todo, el potencial para soñar y no recordar nada excepto el hecho de que te concedieron una oportunidad para soñar.

Me gusta una canción que desparrama. Seis minutos o más. Lo que adoro es el potencial – la canción tiene más espacio para estirarse y transformarse. Hay una recompensa al final para lo que sea que tantea al principio. Cuando la canción escala y todos los instrumentos se atropellan en su hambriento crescendo, Lucy Dacus exprime el sentimiento final en los coros: “In five years I hope the songs feel like covers / dedicated to new lovers” (“En cinco años espero que las canciones parezcan versiones / dedicadas a nuevos amantes”).

Ese es el milagro, también. Lo imposible no está en la ruptura, sino en lo que sea que venga después. El mismo hecho de que alguien pueda escribir una canción de amor y después una canción de desamor sobre la misma persona. Lo que pasa cuando la gente está con alguien y no puede imaginar un mundo sin esa persona. Lo que pasa cuando la gente deja de querer a alguien y no puede imaginar el mundo que tenían antes. La canción, convirtiéndose en algo más nuevo y mejor a medida que una vieja herida se cierra, o una nueva herida se abre. La luz rosada del amanecer es bálsamo o cicatriz, depende de quién esté mirando y de qué ofreció la noche, o qué se llevó consigo.