Los aztecas predijeron el fin del mundo
Pero al final, no pasó nada.
SAM KRISS – The Outline May 2017 ( Enlace al texto original )
Según una profecía maya, el mundo tendría que haber acabado en 2012. Sin embargo, lo único que acertó fue la necesidad de comprar otro calendario. Los mayas contaban que nuestro sistema solar se alinearía con el agujero negro que hay en el centro de la galaxia. Los polos magnéticos parpadearían y fallarían, dejando nuestro atmósfera a merced de una ráfaga solar devastadora. El misterioso planeta Nibiru colisionaría con el nuestro y convertiría lo que ahora es tierra firme en un géiser de lava a la deriva por el espacio.
No pasó nada. Pero pronto habrá más profecías, al fin y al cabo,¿acaso no cree toda generación que será la última? La satisfacción que genera imaginar que viviremos para ver cómo se cierra el telón sobre la historia va más allá del entretenimiento: una cierta sensación de finalidad parece empapar la forma en la que experimentamos todo este espectáculo extraño y carente de sentido que nos rodea. O mueres en el mundo, otra mota de polvo a la que llorar y después olvidar, o el mundo muere a tu alrededor. Planetas desconocidos o aumento del nivel del mar, cualquier cosa que te ayude imaginar un final.
Antes del apocalipsis maya, la amenaza que iba a matarnos a todos fue el año 2000. Aparte del fracaso del augurado fallo sistémico del año 2000, que no acabó con nuestra incipiente tecnología de conexión telefónica a internet, predicadores mediáticos de la talla de Ed Dobson, Jerry Falwell y los autores de Dejados Atrás, Tim Lahaye y Jerry B. Jenkins, esperaban con total certeza el Juicio Final de Dios a tiempo para las campanadas. A su vez, estaban bebiendo de una tradición bimilenaria de fascinación con el Apocalipsis, a la que pertenecen teólogos católicos medievales, apariciones Marianas, Nostradamuses inventados, los cálculos cabalísticos de Sir Isaac Newton y varios sectarios esparcidos a través de los siglos.
Los Testigos de Jehová predijeron que el mundo acabaría, en ocasiones separadas, en 1914, 1915, 1918, 1920, 1925, 1941, 1975, 1994 y 1997. Unos cuantos sacerdotes británicos y americanos pasaron la mayor parte del siglo XIX convenciendo a sus pequeñas congregaciones de que el fin del mundo era inminente, extrapolando sus datos de las dimensiones del Arca de Noé o de la tienda del Tabernáculo, vigilando los cielos para seguir la apariencia de cometas, esperando que los océanos empiecen a hervir, leyendo periódicos para ver cuándo se revelaría el Anticristo. Y nunca pasó nada, ni una sola vez.
¿Pero acaso no están hirviendo los océanos? A medida que el aire se llena de dióxido de carbono, los mares se convierten en un lodazal ácido, una sopa de plástico y corales muertos donde los peces se están muriendo y sólo sobreviven seres con tentáculos. Revelaciones, capítulo octavo: “Una gran montaña en llamas fue arrojada al mar y la tercera parte del agua se convirtió en sangre y la tercera parte de las criaturas del mar con vida, murieron.” ¿Y no tenemos acaso a Donald Trump, lascivo Anticristo bronceado y seguro de sí mismo, escudriñándonos desde las portadas de cualquier periódico? Y a medida que buques de guerra rodean Corea del Norte, ¿acaso no existe la posibilidad de llenar el cielo de brillantes y devastadoras estrellas, para luego dejarlo vacío para siempre? ¿Acaso no está el fin del mundo, el de verdad de la buena, muy cerca? ¿Acaso no estamos visionando su desarrollo en vivo y en directo a través de nuestras pantallas?
Para los escépticos, esta sensación de apocalipsis inminente no es nada más que otra expresión en el mismo tono de todos esos profetas hinchados por la fama que predijeron la Parusía para el año 2000. Las diatribas en tonos sobrecogedores sobre el cambio climático sólo son sandeces religiosas con otra capa de significados. También lo es, para algunos, el marxismo con sus esquemas deterministas de la historia universal. Por ejemplo, el filósofo Tom Whyman escribió hace un par de meses que “hemos conseguido secularizar el Apocalipsis.” Según Whyman, es una especie de optimismo ilusorio. Todo el mundo quiere que se acabe el mundo porque así se atarían todos los cabos sueltos del caos en el que vivimos. Este deseo toma además su forma y su alimento de una concepción del tiempo lineal persistente en la cultura judeo-cristiano-islámica dominante. Antes, esperábamos escuchar trompetas y ángeles. Ahora, sólo el graznido errante de un presidente narcisista que nos anuncie su intención de apretar el botón. Pero nos da lo mismo.
¿Está el Apocalipsis de verdad a punto de ocurrir? Whyman define el fin de todo como una especie de tabula rasa universal, una negación abstracta, una “Gran Nada” que sofoca toda existencia sin discriminación. No estoy de acuerdo. Cuando la gente se imagina un mundo que está a punto de acabarse, es su propio mundo el que está condenado, y la misma naturaleza del fin siempre reflejará de alguna manera lo que se está destruyendo. Los que viven en el desierto no viven aterrorizados por el miedo a un diluvio. Es más, el Apocalipsis no es un producto particular del cristianismo: existe una forma u otra de escatología casi en cualquier parte. Casi. Las civilizaciones preislámicas centro-asiáticas turcas, por ejemplo, carecen de cualquier mito sobre la destrucción del mundo. ¿Y por qué tenerlo? Vivían en una estepa abierta lejos del océano, un sitio en el que todo es llano e infinito. ¿Por qué acabaría? Las sociedades que creen en el Apocalipsis suelen ser aquellas en las que las semillas del proceso de destrucción ya están plantadas. Culturas que tienen grandes ciudades, sistemas de escritura, una narrativa sobre la historia, y un poder centralizado. Culturas como las del antiguo este mediterráneo que nos dio profetas bíblicos y el último libro del Nuevo Testamento. O culturas como la azteca.
El Apocalipsis azteca no tiene nada que ver con el cristiano. Viene de una historia y una sociedad totalmente diferente del mundo grecorromano. Al que sí se parece es al nuestro. Cierto que la colisión con Nibiru o la devastadora inversión de los polos tienen un aire un tanto monoteísta, pero los aztecas probablemente reconocerían algo suyo en nuestras preocupaciones por el cambio climático, el colapso de la economía y la guerra nuclear sin sentido. En lugar de analizar los apocalipsis mediante sus legados literarios y conceptuales, podríamos mirarlos desde la óptica de qué clase de sociedades les han dado forma. ¿Qué tienen en común los occidentales modernos con Ezequiel o San Juan de Patmos, profetas del Antiguo y Nuevo Testamento? ¿No tendremos más en común con Itzcoatl o Huitzilihuitl, aunque es probable que no nos suenen tanto? Nuestra modernidad capitalista no es una modernidad mediterránea, sino mesoamericana. Los aztecas, esos seres extraños y despiadados con sus pirámides escalonadas y su extensa civilización urbana que jamás salieron de la Edad de Piedra ni inventaron la rueda, son nuestros contemporáneos.
Es difícil dar con fuentes primarias aztecas, los conquistadores españoles de principios del siglo XVI acabaron con la mayoría de sus preciosos códices. Lo poco que hay es contradictorio. Sin embargo, indican la principal diferencia del apocalipsis azteca en relación con cualquier otra mitología, aquello que lo hace tan parecido al que nos enfrentamos en la actualidad: los aztecas pensaban que el apocalipsis ya había ocurrido.
Este mundo no es el primero. Había otros cuatro antes que éste y fueron destruidos uno detrás de otro, todos ellos por el procedimiento habitual. Es decir, el procedimiento habitual según historias sobre el fin del mundo de cualquier otra parte del planeta. Cada mundo fue creado y disputado por dos dioses, Tezcatlipoca y Quetzalcoatl, como una serie de escenarios para sus luchas constantes, dos niñatos cósmicos peleando por el mismo juguete. En la primera creación, Tezcatlipoca se transformó en el sol, pero el celoso Quetzalcoatl lo derribó del cielo con su porra. Como venganza, Tezcatlipoca envió jaguares para acabar con todas sus gentes. Juntos, los dioses crearon una nueva raza de humanos, pero éstos dejaron de rendirles culto a sus creadores, así que Tezcatlipoca les convirtió a todos en monos, y Quetzalcoatl, que les amaba a pesar de todos sus pecados, les destruyó en un arranque de ira con un huracán. Tezcatlipoca convenció a los dioses Tlaloc y Chalchiuhtlicue de la necesidad de destruir a los siguientes dos con incendios y con diluvios. El quinto mundo, el nuestro, será destruido mediante terremotos. Pero en cualquier otro aspecto, es totalmente distinto de los que vinieron antes.
Tras la creación y posterior destrucción de cuatro mundos, el universo quedó exhausto. Vivimos en la sombra de esos mundos reales, escuchando sus ecos, envueltos en sus mantos fúnebres. En cada uno de esos cuatro mundos anteriores, los dioses volvieron a crear a la humanidad una, y otra, y otra, y otra vez. Sin embargo, esto no se aplica a los humanos de hoy en día. Nosotros somos los muertos vivientes. Tras la destrucción del cuarto mundo, todo permaneció en la oscuridad durante cincuenta años, el tiempo que tardó Quetzalcoatl en llegar a Mictlan, el infierno azteca. Quetzalcoatl devolvió la vida a los huesos de los muertos que encontró ahí. En los cuatro mundos anteriores, el sol era un dios vivo. En el nuestro, está muerto. Hizo falta un sacrificio para darle un nuevo sol a este mundo desgastado. Los dioses se juntaron en la oscuridad infinita e hicieron una hoguera, para que el menor de todos ellos, Nanahuatzin, un dios tullido cubierto de llagas, se arrojara entre las llamas. Así nació nuestro sol.
Pero era un sol débil y no se movía. El resto de los dioses, uno detrás de otro, se inmolaron en la hoguera para traer el amanecer, y aún así no fue suficiente. El sol necesita más sacrificios: necesita nuestro sacrificio. Por eso los sacerdotes aztecas mataban a sus gentes de centena en centena, arrancando sus corazones y tirando sus cuerpos por las escaleras de sus templos. La sangre y la matanza eran lo único que garantizaba la salida del sol por la mañana. Si paraban sólo por un día, el sol se apagaría y se marchitaría hasta que el cielo quedara vacío. Sin su luz, la tierra se endurecería y se resquebrajaría hasta hacerse pedazos. Y algún día, todo esto pasará. Lo que nos destruirá a todos serán los terremotos, y cuando este mundo se desmorone, ya no quedará nada.
El cuarto mundo fue el último. Lo que estamos viviendo ahora es otra cosa, algo a medias, una parodia, una realidad que sólo se sostiene con muerte y sufrimiento. Los dioses crearon y luego destruyeron los primeros cuatro mundos por sus voluntades y sus rencillas, exactamente igual que los cuatro Yugas del hinduismo, o de la creación del Dios abrahámico, cuyo Día del Juicio Final llegará cuando Él lo crea conveniente. Nuestro mundo se mantiene vivo sólo gracias a la acción de los humanos. Es un mundo en el que nos han abandonado. Los aztecas eran existencialistas en su Edad de Piedra, temblando ante su espuria libertad. Es la teología perfecta para el antropoceno, nuestra era actual en la que los procesos biológicos y geológicos están regidos por la actividad humana, en la que el planeta que nos precede unos cuatro billones de años está, por fin, a nuestra cruenta merced, para ahogarlo con gases tóxicos o para abrasarlo con bombas nucleares. Nuestra sociedad moderna no está franqueando ninguna frontera. Los aztecas llegaron aquí primero, hace quinientos años. Y su respuesta fue matar.
Casi todo el mundo sabe algo de los sacrificios al sol de los aztecas, las ejecuciones masivas que sus sacerdotes llevaban a cabo a diario, pero la matanza ritual de humanos impregnaba toda su sociedad. A veces, ahogaban niños. A veces, mataban mujeres mientras éstas bailaban. A veces, quemaban vivos a sus congéneres, o les disparaban con flechas, o les desollaban, o les comían. Cientos de miles de personas morían todos los años. Al mismo tiempo, esta es la misma civilización cuyos emperadores eran todos poetas, cuyos jóvenes salían a bailar todas las noches, y cuyas urbes eran jardines extensos llenos de flores, mariposas y colibrís. Tal vez por eso los sacrificios humanos de los aztecas siguen estremeciéndonos por su crudeza. Estamos más dispuestos a perdonar matanzas de esa envergadura si podemos encontrar una razón clara de por qué ocurrieron. Los romanos mataron miles de personas en sus circos, y en el siglo XXI la muerte, sea real o ficticia, sigue teniendo un público masivo. Es extremo, pero no hay tanta diferencia. Cuando los españoles llegaron a México observaron con horror las calaveras apiladas alrededor de los templos. Y procedieron a exterminarlos a todos, pero también entendemos lo que son las guerras para el beneficio y el genocidio. Sin embargo, como cualquier espejo, los aztecas nos reflejan del revés.
Encontramos trazas de ese sentimiento todos los días. La doctrina económica neoliberal que impera en el planeta contiene algo extrañamente similar. Todas las instituciones del Estado de Bienestar, cuya función es paliar las tendencias del capitalismo hacia la riqueza y la pobreza extrema, deben ser aniquiladas para el bien de la economía. Es algo que mata: sólo en Gran Bretaña han muerto alrededor de 30.000 personas en un año a causa de los recortes en sanidad y servicios sociales, y estamos hablando de un país occidental próspero. En los Estados Unidos está el Obamacare, una tirita precaria a los fallos del sistema que hay que arrancar a toda costa, con la excusa de que la sustituyen los mecanismos de fijación de precios del mercado, que son más naturales y adecuados y, dentro de sus propios límites, justos. Pero nada de eso tiene sentido. La teoría económica que explica el neoliberalismo es pura basura, pero sus profetas actuales, los pensadores lúgubres Friedrich Hayek y Milton Friedman, nos advirtieron de que a menos que sigamos sus dictados, acabaremos en la Edad Media. Pregunta a cualquier economista liberal por qué deben sufrir millones de personas, forzadas a vivir en penuria bajo el sol convaleciente del capitalismo neoliberal, y sucederá algo terrible. Una sonrisa débil, indulgente y condescendiente cruzará sus facciones, y te dirá: así funciona el mercado. Una sombra del sacerdote azteca, el puñal en alto, explicándole amablemente a su víctima que debe arrancar su corazón de su pecho, porque así es como funciona el sol.
Pero el neoliberalismo sí funciona, sólo que no hace lo que debería hacer. Aunque no aporte ningún beneficio para la mayoría de la población, ha facilitado una redistribución masiva de la riqueza. Sólo que lo hizo de abajo arriba: ha despojado a los más pobres para enriquecer más a los más ricos. La clase que está en el poder crea tanto el exceso de crueldad como la ideología mitológica que la justifica. Algunos escritores marxistas, Eric Wolf entre ellos, han intentado encontrar algo similar entre los aztecas. El sacrificio humano cimentó el poder de las élites aristocráticas, que creían que la fuente de su poder residía en devorar a sus víctimas sacrificadas. La práctica servía además para mantener a raya a las clases bajas y a los pueblos conquistados mediante el terror que inspiraba. Pero todas las sociedades contemporáneas a la azteca estaban basadas en un sistema de clases represivo. No explica el nihilismo profético de su teología. Igual era otra cosa.
Los aztecas construyeron un estado increíblemente sofisticado. Tecnochtitlan, la antigua capital cuyas ruinas siguen dispersas por toda Ciudad de México, era la ciudad más grande fuera de China cuando llegaron los europeos. Era más extensa que París y Nápoles juntas, y cinco veces más grande que Londres. Su imperio extendido por todo el altiplano mexicano consiguió conquistar o dominar políticamente todo su mundo conocido a lo largo de unos 150 años. Con una frontera montañosa inquebrantable al oeste y una jungla sofocante al este, sin enemigos de izquierda a derecha, encontraron nuevas formas de conseguir víctimas para los sacrificios. Las “guerras florales” eran unas guerras rituales permanentes contra las ciudades-estado vecinas, en las que los ejércitos se reunían en un lugar acordado para luchar y capturar el mayor número posible de soldados enemigos.
El Imperio Romano jamás consiguió derrotar su eterno enemigo persa y las tribus semíticas del norte destronaban periódicamente los reyes de Egipto, pero hasta el momento de la llegada de los españoles, los monarcas aztecas se creían reyes de todo lo que existe bajo el sol. La única situación comparable es la que estamos viviendo en la actualidad: el imperio sin límites del capitalismo neoliberal, una colmena escurridiza de intereses privados reunidos bajo el paraguas protector de un poder militar estadounidense sin horizontes. Tenemos nuestras propias guerras florales. Estados Unidos y Rusia están en guerra en Siria, jamás de forma directa, sólo mediante sus apoderados. Sólo sufren los sirios, de la misma manera que sufrieron los afganos, y toda Latinoamérica, y Vietnam, y Corea. Como el ataque de Reagan a Granada o el de Trump a una base aérea siria, las guerras se libran para el consumo público. Hay una patología del fin del mundo: dominación, ritualización, cosificación y masacre.
Los aztecas no eran capitalistas, pero su economía tiene unas cuantas correspondencias escalofriantes con la nuestra. Aparte de tener un estado centralizado, también tenían un incipiente mercado libre para los sacrificios y cierto grado de movilidad social. Todos los súbditos aztecas entrenaban para la guerra y cualquiera podía ascender socialmente capturando víctimas para el sacrificio. El historiador Alan Knight lo define como “un enorme ‘estado potlatch’, un estado basado en la adquisición, redistribución y el consumo conspicuo de una gran cantidad de bienes diversos. El sacrificio representaba una forma hipertrofiada de potlatch, en la que los humanos toman el papel reservado en otros casos para los cerdos.” El potlatch, también llamado “economía del regalo”, es una costumbre que practican tribus indígenas del noroeste pacífico. La ceremonia, que es una demostración de riqueza y plenitud, consiste en el intercambio y posterior destrucción espectacular de grandes cantidades de bienes, tales como mantas, canoes, pieles, pero sobre todo, comida. En la sofisticada sociedad de clases de los aztecas, las vidas humanas eran el grandioso y triunfante desperdicio.
Después de todo, nos conforman los huesos de cuatro universos muertos. Ya estábamos muertos. Encaramados al final de la historia, los aztecas contemplaron una realidad muerta en la que la vida se vuelve un sinvivir, una cosa más que circular e intercambiable. Cuatro siglos y medio más tarde, Marx observaría los mismos procesos en el capitalismo. Los describe en Trabajo asalariado y capital: “El poner el poder del trabajo en acción, es decir, el trabajar, es la expresión activa de la vida misma del trabajador asalariado. Y esta actividad vital se vende a otra persona […] El trabajador asalariado no cuenta el trabajo en sí como parte de su vida, al contrario, es un sacrificio de su vida.” A los trabajadores les aliena de su trabajo y de sí mismos un proceso productivo para el que no son un fin en sí mismos, sino medios, piezas intercambiables de una gran maquinaria que no existe para satisfacer las necesidades de la vida humana, sino del “trabajo muerto”, del capital. De sus Manuscritos de 1844: “Aliena del hombre su propio cuerpo, así como la naturaleza externa y su faceta espiritual, su faceta humana.” Su capacidad de trabajo se convierte en mercancía, algo que se compra y se vende en cantidades cuantificables, algo inerte. El trabajador en el capitalismo, como el prisionero subiendo las escaleras del templo, está consagrado a la muerte.
El mundo de los aztecas acabó. Cuando llegaron los españoles, encontraron un imperio de 25 millones de personas. Cuando se fueron, sólo quedaba un millón. Mataron a sus gentes con espadas, fuego, hambrunas, enfermedades y trabajo forzado. Destruyeron la maravillosa ciudad-jardín de Tenochtitlan y construyeron un castro europeo en su lugar. Ya no se ofrecían sacrificios al sol, pero seguía amaneciendo todos los días. Puedes reírte de su ingenuidad. De verdad pensaban que el sol no volvería a salir, ¡y mira! ¡Todo sigue igual! Pero el fin del mundo azteca se difuminó a través del tiempo, hasta identificarse con el mundo en sí.
Su apocalipsis no nos esperaba en el futuro, un colofón monumental a la historia, como un Día del Juicio Final para sus destructores. Era su realidad, los aztecas vivían en las ruinas de un mundo real que había muerto con sus dioses. Esta es la cosmología del gran filósofo alemán Walter Benjamin: para entender la realidad no deberíamos “reflexionar sobre el futuro de una sociedad burguesa”. En contraposición a una serie de sucesos que lleven a un final incierto, su Ángel de la Historia mira hacia el pasado y sólo ve “una sola catástrofe, que amontona escombros encima de más escombros sin cesar, y los arroja sobre sus pies.”
Vivimos entre esos escombros. El imperio azteca conquistó su mundo, desmanteló su mundo, y transformó seres humanos en objetos desechables. La sociedad contemporánea tampoco tiene adónde ir: el capitalismo ha empapado el planeta, y el espacio exterior está vacío. Nuestro mundo, con la monstruosa totalidad de su estabilidad y su orden, está produciendo sin parar su propia destrucción. En el mito, con agujeros negros y la ira de Dios. En la realidad,con una atmósfera anegada en dióxido de carbono y una biosfera despojada de vida. Nos hemos perdido el apocalipsis mientras esperábamos que pase. Baudrillard escribió: “Ya está todo nuclear, lejano, vaporizado. La explosión ya ocurrió.” El capitalismo ha construido un mundo-cadáver. Su sol sigue saliendo todas las mañanas, hagamos lo que hagamos, pero cada vez está más caliente en la bóveda celeste, envenenando los mares, quemando cultivos hasta que sólo queda el desierto, llevando a cabo la última venganza de Tezcatlipoca.